sábado, 21 de diciembre de 2024

MARISQUERÍA SENTENCIADA


Cuando, después de una misa flamenca espectacular y entrañable, decides ir a comer a una marisquería en un sitio popular de una ciudad como Cartagena, —digo sitio popular porque dicha marisquería está en pleno barrio de pescadores, centro del mismísimo Santa Lucía, lo que viene siendo un barrio castizo y tradicional con sabor a mar, a jábegas, a cante jondo—te imaginas un lugar agradable, genuino, y especial. No es necesario grandes lujos pero sí que cuente con pescaíto fresco, gambas, nécoras, bogavante, es decir, comida de calidad.

Pero no, nada más lejos de la realidad. No sucedió como se pensaba.


Debí intuirlo nada más entrar y encontrarme de primeras una carretilla medio oxidada en mitad del comedor junto a las mesas, algo antihigiénico a mi entender, o cuando menos insólito para un restaurante en la época del Master Chef de la TV.




Nos sentamos ocho amigos en una larga mesa situada en un rincón de la sala y nos pusimos a hablar de nuestras “cosas”. Era un ambiente animado, familias, parejas, grupos de amigos, compañeros de trabajo festejando los días previos a la navidad. Mucha gente, eso sí. Quizá demasiada gente.


Los camareros iban de aquí para allá con prisas, literalmente corriendo, uno de ellos paró ante nosotros y nos recomendó el menú estrella a cuarenta euros por persona que llevaba ensaladilla rusa, croquetas, albóndigas de bacalao, arroz caldero, chirrete, navajas, gambas, langostinos, bogavante, tortitas de camarón, cigalas, merluza y un sinfín de cosas mas. Además incluía en la cuenta el vino y la cerveza que se podía pedir sin límites. Era otro engaño.


Ahhhh, ese fue nuestro error. Caer en la oferta.


Sí que hubo de todo eso, pero en qué condiciones. Empezaron a llegar platos, a acumularse, y teníamos que comer deprisa como en una competición para estar a la altura del lugar y que nos diera tiempo. Todo a una velocidad alucinante. Los platos los dejaban en la mesa con tal celeridad y fuerza que temblaban, saltaban, parecían tener vida propia.




Concha del Camino y Montañas, persona extremadamente educada empezó quejándose en cosas puntuales. La ensaladilla rusa no estaba buena. No sólo eso. Las navajas estaban duras, muy duras, se hacían bola y apenas se podían tragar, los chirretes como cuerpo del delito, enharinados y tiesos; los fritos chorretosos, las gambas insípidas, las almejas en salsa tomate frito Orlando. Si le decías al camarero que tal cosa estaba cruda se la llevaba y te la traía quemada. Al principio a Mariana Iglesias le parecía bien, ella guarda un respeto sagrado a la comida y es por naturaleza optimista; fue capaz de comerse el infame arroz caldero sin pestañear y contenta. Aseguraba que estaba bueno. Pero la cosa cambió cuando empezaron a apilarse frente a ella los platos con restos de comida esperando inútilmente a que se lo llevaran los camareros. Ahí, mi amiga, no pudo reprimir unos grititos de horror.



Entonces, para hacer sitio María Móvil PeCé y Schumpeter se llevó una pila de platos a otra mesa contigua. En ese momento un camarero iba por el pasillo dando patadas a un mejillón que había caído al suelo hasta lograr arrinconarlo junto a las cámaras frigoríficas. Era un tipo enjuto vestido de negro con lamparones blancos que pasaba a nuestro lado con cara de enloquecido.



El resto de amigos, muy animados por la conversación, parecían disfrutar ajenos al desastre. Carlos Villar Carambolos pedía más cerveza, mi maridito agua con gas y limón, Ulpiano Registro y Rodrigo de La Fuente comían y charlaban ajenos a la DANA gastronómica que sufriamos.


Al final, uno de los dueños del restaurante vino a saludarnos al modo en que lo hace un chef con sus comensales. Destacaba su chaqueta repleta de chapas que le confería un aspecto de guay. Llevaba consigo un camarero que se dedicaba a ir por las mesas pidiendo reseñas cinco estrellas en los comentarios.


En la cuenta nos metieron una partida de cervezas que se suponía iban dentro del menú. Protestamos.


Nos hicieron una foto a nuestro grupo para “subirla a su web en redes sociales”, pero los que quedaron retratados fueron ellos. Otro sitio al que no volver ni hacer reserva de mesa.





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viernes, 2 de agosto de 2024

LOCAL DE ENSAYO

 



Ayer, uno de agosto, caía un sol de justicia en Murcia,—más se merecen, diría un cartagenero—las temperaturas llegaron a alcanzar los 47º C y no exagero, el aire quemaba, el asfalto también, y cada cincuenta metros de recorrido teníamos que meternos en una librería religiosa de la casa del obispo de Cartagena en Murcia o en una cafetería con aire acondicionado para reponer fuerzas y poder seguir hasta el restaurante y el parking.


En fin, un infierno.


Habíamos quedado con Mariana Iglesias y Rodrigo de la Fuente para ir al restaurante “Local de ensayo”, local moderno que nos había recomendado nuestro amigo Ulpiano en un viaje que hicimos a Segura de la Sierra; pero nuestros amigos a última hora no pudieron acudir a la cita, así que fuimos mi maridito y yo.


Con ese nombre, “Local de ensayo” no se puede esperar otra cosa que un restaurante moderno de los de grandes platos y poca comida, productos muy elaborados con mucha parafernalia y mucha tontería aptos para comensales gafapastiles. Sin embargo la tontería no es muy elevada. Es correcta en su justa medida. Y por los libros que tenía en la sala se notaba que sabían del oficio.



Aunque la decoración del local no es nada moderna, el restaurante es bonito y correcto y a mi me gustó. Manteles blancos, ladrillo visto, suelo de baldosa hidráulica, estanterías con libros y vinoteca. Llegamos los primeros al restaurante que estaba vacío, al rato de estar allí uno de los camareros se presenta con traje de chaqueta y corbata, cosa que me pareció desorbitada y bastante poco moderna por lo caluroso del día y del atuendo. Visto las altas temperaturas que había, una camisa de lino blanco hubiese estado más que bien. Además ¿qué hacía vestido así un camarero brasileño? Porque era brasileño, que incluso intercambiamos algunas palabras sobre Caetano Veloso y parece que le brillaron los ojos.


Los entrantes me gustaron mucho, fue lo mejor de la comida, en especial un bombón de hueva de mujol y una (sólo una) almendra marcona, luego también tomamos un brioche de boletus ahumados y trufa, y un tartar de tomate con gamba roja de Águilas ecológico y merengue de Aquafaba.









De platos principales un lenguado beurre blanc, crujiente de su piel y caviar Beluga y un salmonete a la bullabesa y gamba roja de Águilas y mejillón. No recuerdo el mejillón pero sí la gamba, aunque no tengo ninguna seguridad de que fuese aguileña como indicaba la carta. Los platos principales estaban correctos, nada más.


 




De postre una fresas estofadas (estaban buenísimas) y una versión moderna del paparajote que no sabe en absoluto a paparajote (era caramelo de color verde).




En fin, lo que ahora se dice una propuesta moderna, seguidores de Ferrá Adriá.

La reflexión de mi marido fue sobre la amistad. Se la hizo al camarero español mientras nos servía el lenguado, pero encorsetado como estaba con chaqueta y corbata, el camarero pareció no darle la más mínima importancia a tamaño pensamiento, cosa que no debe hacerse. Insistió (mi maridito) en que la mejor definición de la amistad se debe, no a Aristóteles o a los libros de autoayuda actuales, sino al filósofo Demócrito: entre los amigos “en pez compartido no hay espinas” queriendo decir que los amigos hacen la vida fácil y alegre pues se ayudan entre ellos. La vida es el “pez compartido” y eliminar los males e inconvenientes es “no hay espinas”.


Invité yo.


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